The Last of Us: Parte II
Naughty Dog cierra la generación con una historia sobre la incomunicación que combina el alcance masivo de los blockbusters con la ambición de alcanzar una poética propia.
Hay un momento en The Last of Us 2 en el que dos personajes tienen una conversación. Es un diálogo breve, anecdótico y estrictamente opcional; como pasa tan a menudo en este juego, la sustancia de esa conversación de unos pocos segundos no está en ella misma sino en todo lo que lleva detrás: en todo lo que ha conducido hasta ella, tanto los momentos más cruciales e importantes como las secciones que corren el riesgo de ser consideradas de paso. Está, en fin, en el tiempo compartido. La conversación se produce y mi primera reacción es, de manera instintiva, empujar el stick izquierdo hacia delante para acercarme a ese personaje y darle un abrazo. Que le dé un abrazo de forma automática, deseé, o que un botón me indique que esa interacción es posible; incluso un «Pulsa triángulo para dar un abrazo», al estilo de ese grimoso «Press F to pay respects» de Call of Duty, habría sido suficiente en ese momento concreto.
Nada más lejos de mi intención que proyectar mi punto de vista personal sobre ese personaje, y aquí es cuando la cosa se pone interesante: creo sinceramente que dar un abrazo habría sido la acción natural en ese momento, como broche a esa conversación o simplemente como expresión totalmente razonable y coherente de unos sentimientos que, de manera muy meticulosa, se han ido desarrollando y cultivando a lo largo de equis horas de juego, con sus diferentes situaciones de riesgo o de tránsito, de calma contemplativa o de calma chicha; como catarsis, digámoslo así, de esas equis horas de juego. Es una ausencia muy expresiva: en ningún momento eché en falta la posibilidad de dar un abrazo más que en ese; y, visto con perspectiva, en realidad tiene sentido que no exista la posibilidad de dar un abrazo: el juego va, en gran medida, de eso.
The Last of Us Parte II es un shooter de supervivencia en tercera persona.The Last of Us 2 es un shooter de supervivencia en tercera persona no muy distinto a la primera entrega, que, como este, también sirvió como despedida a la consola en que se publicó. En ese caso fue PlayStation 3 y en este es PlayStation 4; no veo imposible, sinceramente, que esta secuela acabe también en PlayStation 5, quizá el verano que viene, como el original. Lo confieso: que uno de los estudios de desarrollo más importantes e influyentes del mundo tuviera la intención de dar carpetazo a la generación con una continuación de un juego que no parecía tener continuación posible me causó mala impresión en su momento, cuando se anunció a finales de 2016; esa sensación agridulce me persigue hasta el día de hoy.
La parte agria viene de la pura repetición (extensible a la serie Uncharted, si me preguntáis); la dulce, no menos importante, viene del mero hecho de tener nuevas noticias de unos personajes cuya historia quedó, en la primera parte, felizmente abierta. Aquel era, en palabras de uno de sus directores, Neil Druckmann, un juego «sobre el amor de estos dos personajes», Joel y Ellie. Es una forma de verlo. (Por prudencia, no hablaré en mucho detalle sobre lo que ocurre en estos dos juegos; habrá tiempo más adelante.) En contraposición a esa, «esta historia», decía Druckmann sobre la secuela, «es la réplica. Es sobre el odio».
The Last of Us Parte II empieza cinco años después del original. Una pequeña pero próspera comunidad de supervivientes ha conseguido asentarse en Jackson; allí han pasado este tiempo Joel y Ellie, disfrutando de una rutina agradecida después de las no pocas penurias que han pasado juntos. La rutina tranquiliza pero también enquista. Vistas a la luz de esa dualidad amor-odio que menciona Druckmann, las primeras horas podrían verse como la calma antes de la tormenta: como una introducción que ponga en contexto, y que de paso justifique, la explosión de violencia que está por venir.
Sabes que está por venir porque lo has visto. The Last of Us 2 es un shooter de supervivencia en tercera persona; una parte importante del tiempo que pasas en su mundo lo dedicas a amasar recursos, fabricar objetos curativos u ofensivos, estudiar el comportamiento de los enemigos (humanos hostiles o infectados) para emboscarlos o evitar que te descubran y, cuando la situación no permite una solución más elegante, disparando, acuchillando y haciendo saltar por los aires a quien se cruza en tu camino.
Aunque no creo que sean la parte más importante del juego, merece la pena hablar sobre estos momentos de combate, objetivo fácil de muchas de las críticas que un juego como este podría aceptar sin ningún problema; estamos, al fin y al cabo, ante un shooter en tercera persona al que no le tiembla el pulso a la hora de recurrir a las «fases de torreta» —aunque refinadas y coreografiadas con el gusto y la maestría marca de la casa del estudio que hizo Uncharted 4— con una convicción y una inocencia sorprendentes. Compararlo con las últimas peripecias de Nathan Drake no parece del todo descabellado, y de hecho sirve para poner de relieve la importancia del contexto: mientras que en Uncharted 4 la posibilidad de atravesar a un grupo de enemigos de manera sigilosa parece fuera de lugar, aun siendo posible, en The Last of Us 2 —como en el primero— todas las piezas están dispuestas para hacer tentadora la posibilidad de pasar desapercibida.
Lo más evidente seguramente sea la escasez de munición o las estrecheces del inventario, que te obligan a tener un ojo puesto en los enemigos y otro en los recursos —un trapo, una botella de licor, un cúter— que, llegado el momento, puedes necesitar para fabricar munición o un vendaje con el que reponer salud. Es un reparto de pesos que demuestra estar bien calculado en los combates más normalitos, porque funciona incluso cuando el entorno o los enemigos no dicen más que lo justo (en pasillos o recintos cerrados; en las presentaciones dramáticas de algunos de los enemigos más imponentes), y que deja ver su potencial en las no pocas zonas en las que queda patente un buen hacer en el diseño de niveles tan natural, tan hecho como si no les llevara ningún esfuerzo, que puedes llegar a los créditos sin casi haber notado la mano humana en esos edificios y calles cada vez más conquistados por la naturaleza.
Explorando un poco más un tipo de diseño que ya estaba presente en el primero, The Last of Us 2 plantea unos niveles en los que hay tantas posibles maneras de ir del punto A al punto B que a menudo ni siquiera eres consciente de que hay más de una. En ese sentido, la capacidad de expresarte que te niegan los personajes te la da la parte más clasicota del gameplay: no tienes mucho que decir en lo relativo al curso de los acontecimientos, pero cada incursión en territorio hostil se siente única, tuya y de nadie más.
Hay un equilibrio muy preciso en estos tiroteos en la combinatoria de las distintas opciones que tienes para afrontar un encuentro, diseñado para hacerlos imprevisibles, tensos, infernalmente violentos. Un ejemplo. En un momento que entonces parecía más o menos intrascendente, avanzaba con Ellie hacia uno de esos puntos de referencia arquitectónicos (edificios reconocibles, monumentos, etc.; otra idea de diseño que en 2013 parecía revolucionaria y hoy parece un poco más de lo mismo) que sirven de guía en un mundo sin GPS, sin Google Maps y en gran medida sin mapas de ninguna clase. Acababa de salir de un enfrentamiento particularmente duro, o que se me había atravesado más de la cuenta, y estaba intentando aprovechar todas las herramientas a mi disposición para que nadie me viera mientras recogía munición y materiales: me arrastré con esfuerzo por la hierba alta, conseguí esconderme en una tienda ya saqueada en la que apenas quedaban las migajas, distraje a un perro que me seguía la pista lanzando un botellín vacío en otra dirección, me deslicé hasta el sótano del local y atravesé un boquete en la pared para pasar al de al lado, desde el que llegué a una intersección en la que, visible desde tantas esquinas, casi me pillan, pero no; aprovechando que un enemigo (todos humanos, Lobos, el equivalente de Seattle a los Luciérnagas del primer juego) estaba mirando hacia otro sitio, salté por encima de una valla y me colé en el patio de lo que un día fue la casa de alguien, y aunque creí que tendría unos segundos de respiro la cosa no iba a ser tan fácil: por la puerta de atrás, precisamente la que yo iba buscando, salió un enemigo con un perro, y pude ver cómo otra persona vigilaba desde el porche, cubierto con un tejadillo. Mi incursión no violenta estaba a punto de llegar a su fin. Cuando el tipo de la ventana se dio la vuelta, me acerqué de cuclillas todo lo rápido que pude, evitando que el que acababa de salir por la puerta y hacia el patio trasero me viera, y me colé en el porche por la ventana; sin otra alternativa viable —pensé; en realidad había muchas alternativas viables—, agarré por atrás al hombre y le corté el cuello. En la cara de Ellie había una mezcla de resgnación y esfuerzo. Al cadáver le asomaban las piernas por el pasillo que llevaba hasta el cuarto de estar; a lo lejos escuché una voz que le preguntaba al perro si había olido algo.
Mi olor estaba delatando mi posición. Rápidamente fabriqué un silenciador para la pistola y eliminé al perro de un disparo antes de que pudiera verme; encontrarse al animal muerto enfadó al hombre, y visiblemente alterado llamó la atención de sus compañeros, que empezaron a patrullar los alrededores con más atención, con más insistencia. El círculo se iba cerrando a mi alrededor, alrededor de Ellie, tirada en el suelo del porche mientras los enemigos se iban acumulando en el patio trasero de la casa.
Era cuestión de tiempo, imagino, que los nervios me jugaran una mala pasada y me distrajeran lo suficiente como para no darme cuenta de que a la llamada del enemigo cabreado por su perro estaba viniendo gente también desde dentro de la casa, y fue entonces cuando un grito me hizo mirar hacia un lado y ahí había una mujer con una escopeta, que descargó en mi pecho, en el pecho de Ellie, un golpe grave pero no letal que fue respondido con varios disparos; por si el escopetazo no había sido suficiente, el silenciador de la pistola se gastó mientras me intentaba defender tumbada boca arriba en el suelo del porche, al lado del tipo al que había matado antes, y para cuando eliminé a la mujer de la escopeta y terminé de aplicarme un vendaje, aún desde el suelo, en la misma posición que me había dejado el impacto, todo el mundo sabía ya dónde estaba y venía corriendo hacia mi posición, y me defendí como mejor pude, con un rifle primero y luego con la pistola y con el revólver y luego rebañando balas de donde podía mientras todos los enemigos de la zona venían corriendo a la llamada de sus compañeros o alertados por el sonido de los disparos; en varias ocasiones tuve que recurrir a la navaja y en varias ocasiones no tuve claro si saldría de aquella, mientras me ponía una venda acurrucada en una esquina escuchando los gritos de los Lobos, que se daban instrucciones como si quisieran ponerme nerviosa más que desvelar mi posición, pero aguanté. Mi infiltración meticulosa había desembocado en una película de John Woo.
Cuando vi una oportunidad para salir por patas de ahí, lo hice; despisté a los pocos enemigos que quedaban en pie (¿maté a cinco?, ¿a diez?, ¿a veinte?) y salté de un patio a otro, esquivando a quien se ponía en el camino, hasta llegar a mi destino. Agradecí la cinemática que empezó en ese momento: pude coger aire.
Recuerdo bien este combate en concreto porque lo grabé; pulsé el botón Share, guardé el cuarto de hora de vídeo que me permitía la consola y lo vi un par de veces antes de seguir jugando. Lo he visto un par de veces más después de eso. En frío, no tiene mucho: no es un momento crucial, no es una partida perfecta, no hay ninguna demostración de habilidad particularmente vistosa. Al mismo tiempo, es representativo de la manera concreta en que The Last of Us 2 se plantea sus tiroteos: no como situaciones de las que tengas que extraer diversión sino como excusas para sacarle a sus sistemas toda su capacidad para expresar la rabia, el miedo, el dolor, la tensión que sienten los personajes. Si no es divertido, es porque no tiene que serlo; si lo es, es tu problema.
No es lo más importante, pero desde luego es importante este sistema de combate y sus satélites (la gestión de inventario, la creación de ítems, la búsqueda de materiales) no solo por articular el desarrollo del juego sino por la manera tan inteligente en que Naughty Dog plantea estos enfrentamientos. Es una cuestión de ritmo y también de tono.
Aunque no me convence mucho lo de que The Last of Us Parte II sea una historia de odio, sí es evidente que funciona como réplica a la primera parte. Allí era Joel y aquí es Ellie la que se enfrenta a un largo viaje por las ruinas de Estados Unidos acompañada de Dina, amiga, amante y confidente. La propia estructura del juego nos habla de réplicas: de las que una historia puede hacerle a otra, o un punto de vista a otro, pero casi parece que también de las réplicas sísmicas, de cómo un estallido de violencia lo sacude todo en un momento concreto pero también en el futuro, y cómo puede afectar a mucha gente, culpable, inocente y una mezcla de ambas cosas. Sin entrar en detalles, sí, algo hay de odio y de venganza y de sus consecuencias en The Last of Us Parte II, pero creo que no es lo más importante ni el tema clave del juego: lo principal es la comunicación.
Me quedó claro cuando empecé a ver que los momentos más reveladores, más cruciales y más potentes del juego no eran esos combates que tan estresantes o agotadores resultaban a veces sino las conversaciones entre personajes; nunca echas de menos que haya más tiroteos, pero sin duda hay secciones que te urgen a echar de menos las conversaciones y los pequeños momentos de intimidad que saben surgir entre las ruinas del mundo, aunque parezca imposible. Muchas de estas situaciones se producen de manera casual o entran de una forma tan orgánica que no parecen estar guionizadas; la extraordinaria actuación de todo el reparto ayuda, pero hay mucho de buen ojo a la hora de localizar el momento exacto en el que una línea de diálogo o un tema de conversación puede entrar mejor. A veces son detalles casi anecdóticos pero que resuenan con fuerza si conoces el pasado de los personajes, como cuando Ellie le dice a Dina que no le gustan los disfraces cuando, en una tienda de esas en las que puedes entrar rompiendo el escaparate (de una forma, de nuevo, orgánica; como si no estuvieran ahí para que recogieras loot de ellas, sino que realmente fueran las ruinas de una civilización que ya no existe), ve una máscara que recuerda a cierto momento de Left Behind; a veces son conversaciones relevantes por sí mismas, como cuando Dina te habla sobre el papel de la fe en su vida, y se quedan flotando en el fondo del cerebro, listas para ir volviendo a primer plano a medida que avanzas en la historia y ves cómo esos temas que han ido saliendo de forma casual van teniendo más presencia o más importancia o se erigen como las auténticas claves poéticas de un juego casi diabólicamente preocupado por tener una poética propia, por conseguir que convivan en su interior una esencia y unas ambiciones narrativas reconocibles y únicas con el alcance masivo que se le supone a un blockbuster de estas dimensiones. En ese sentido, creo que The Last of Us Parte II es uno de los juegos más importantes del año por ambos motivos: porque es el broche de oro para PlayStation 4, un prodigio técnico, etcétera, etcétera, pero también, y sobre todo, porque no solo transmite sus temas sino que los explora, los ensaya, con una sensibilidad única.
Volvemos al abrazo, entonces. Ese abrazo que no pude darle a un personaje de un videojuego resultó clave para mi experienia con The Last of Us Parte II. Es un juego que va sobre personajes heridos pero no rotos; gente con traumas y que en ocasiones confunde el resarcir esos traumas con la reparación real, con una paz interior que, una y otra vez, ven cómo se les niega por motivos que no alcanzan a comprender. Son personajes que no pueden comunicarse de otra manera que no sea a través de la agresión, de la violencia física o emocional; son personajes con los que te puedes identificar porque sus tragedias y sus problemas no son exclusivos de una sociedad postapocalíptica sino que son los nuestros, y es fácil verlos a nuestro alrededor, en la televisión y en las redes sociales y (más importante) en tus grupos de amigos o en tu propia familia. Ese deseo mío de poder abrazar a un personaje no es un delirio o una exageración sino que es exactamente lo que tenía que sentir en ese momento, lo que el subtexto (y en buena medida también el texto) del juego quería hacerme sentir: qué señal más evidente de que tenemos un problema que el hecho de que no nos sea posible acercarnos y, sin mediar palabra, darnos un abrazo. De eso va The Last of Us Parte II.